Las comuniones han cambiado. Como el cauce de un río que se desborda lentamente o un tren que no pregunta si queremos bajarnos. Lo aceptamos, claro. Todos. Lo entiendo yo y lo entienden todos. Pero hay transformaciones que te hacen mirar atrás y preguntarte: ¿cuándo dejamos de lado la esencia para vestirnos de artificio?
De los Churros con Chocolate a los Vestidos con Vuelos
Las comuniones de antes —las de nuestros padres eran una ceremonia austera, casi mística. Una túnica blanca, una cruz en el pecho como único adorno, y al terminar, una merienda sencilla: churros con chocolate, calientes y dulces como la infancia misma. Nada más. Nada menos. La fe se celebraba con dulzura y sencillez.
Después vinimos nosotros, los nacidos en los 80 y 90, que crecimos entre cintas VHS (algo que desconocen las nuevas generaciones). Ellos, con trajes de almirante o de marinero y ellas con vestidos con cancán, mangas abullonadas, lazos y diademas. En la cabeza, un jardín portátil de flores, diademas y horquillas. En la mano, la limosnera, ese pequeño monedero sagrado que servía tanto para guardar los sobres con dinero como para hacernos sentir ricas por un día.
El salón de celebraciones podía ser privado o compartido con otras comuniones, como una fiesta de cumpleaños multiplicada por tres. Teníamos piñatas de chucherías, animación compartida, tarta con muñeco en la cima. Y los regalos… ¡ay, los regalos! Los regalos típicos de comunión eran un show en sí mismos: estuches enormes con un niño o niña de comunión en la tapa, llenos de rotuladores, ceras y lápices. Cuatro iguales. Siempre cuatro. Parecían reproducirse como gremlins. Las niñas recibíamos muñecas de porcelana con vestidos de época y miradas tan inquietantes que parecían saber algo que tú no. Los niños salían con balones, relojes de personajes, camisetas de fútbol y, si había suerte, alguna videoconsola. Y dinero. Claro que sí. Sobres discretos, doblados con cuidado, que iban a parar a la limosnera como si fuese el cofre de un pequeño tesoro. Tu madre te miraba con una mezcla de ilusión y pánico: con ese dinero se pagaban cosas. Parte del traje, parte del menú. Parte de todo.
Qué maravilla absurda. La fiesta arrancaba con niños, pero todos sabíamos —aunque nadie lo dijera— que la fiesta era para los adultos. Los niños abrían la pista y los mayores la cerraban, copa en mano, bailando Paquito el Chocolatero como si fuera un himno nacional. pero acababa siendo de adultos
Comuniones Actuales: Como Bodas y Retransmitidas por TikTok
Y ahora... ahora es otra cosa. Llegó la era del filtro, del me gusta, del contenido viral. Lo que estamos viendo en redes, especialmente en TikTok. Las comuniones dijeron: sujetadme el cáliz., y dejan las bodas a la altura del betún. Hay niñas que llegan en carrozas. Literalmente. Algunas hacen su entrada como si fueran reinas de cuento, entre luces y pétalos, con vestidos que pesan más que sus recuerdos. Las niñas llevan uñas semipermanentes y maquillaje profesional. A los nueve años, algunas ya han experimentado lo que muchas no viven hasta los treinta. Los niños lucen peinados imposibles, colores fantasía, y hay quienes cortan la cinta inaugural como si estuvieran inaugurando una galería de arte.
Los menús son de boda boutique. Hay música en directo, vídeos como invitaciones, fiestas temáticas que compiten con los parques de atracciones: Harry Potter, princesas Disney, superhéroes… hay de todo. Candy bars con estética Pinterest, zonas chill out, castillos hinchables de diseño.
¿Y los regalos de comunión actuales? Han dejado de ser recuerdos para convertirse en experiencias de alto presupuesto: viajes a París, consolas de última generación, móviles, drones, tablets… Algunos packs de comunión parecen salidos del catálogo de Navidad de un magnate.
Y claro, uno piensa: bueno, si los padres pueden y quieren… Pero la pregunta que se cuela, como una corriente de aire en una casa cerrada, es: ¿y después de esto, qué más?
Cuando una niña ha sido princesa con carroza, focos y seguidores, ¿qué queda para el resto de la vida? ¿Cómo se celebra lo pequeño si lo grande ya se ha vivido? ¿Qué valoramos cuando todo brilla igual?
La comunión, que debería ser un paso simbólico, íntimo, casi espiritual, se ha convertido a veces en un espectáculo donde la fe se esconde tras las luces LED. Y no siempre —no siempre— los niños saben lo que están celebrando. Lo que se conmemora es el momento. El “día especial”. Pero no el porqué.
Los tiempos cambian, sí. Y no todo cambio es malo. Pero hay una belleza en lo sencillo que no deberíamos olvidar. Porque no hay filtro que sustituya la emoción de una piñata de caramelos, ni efecto especial que supere la magia de unos churros con chocolate, calientes, en la mano de un niño que aún no sabe que los mejores recuerdos, los que de verdad se quedan, no necesitan tanto brillo. Solo verdad.
Y es que hoy, muchas veces, la infancia parece durar un suspiro. Los niños juegan con cochecitos y, de pronto, tienen móvil, redes sociales y novia. Se saltan capítulos. Pasan de los juegos al postureo sin pasar por el medio. No es que crezcan deprisa: es que casi no tienen tiempo de ser niños. Y quizás, solo quizás, eso sea lo más valioso que estamos perdiendo entre tanto foco, tanto evento, tanto escaparate.
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