Ya ha salido el sol de verdad. Ese que te da en la piel y te hace sentir como un caracol sacando los cuernos al sol, deseando quitarte capas de ropa como si fueras una lasaña recién hecha.
En muchas zonas —sobre todo en Andalucía— ya vamos en sandalias y camisetas sin mangas. Pero ojo, que lo siguiente son los tirantes, la playa y la piscina.
La sensación de ir medio en pelotas por la calle y que te ases como si saliera fuego del asfalto… está a la vuelta de la esquina.
Sí, ladies and gentlemen: la operación bikini ha comenzado.
(Para la gente normal… porque los motivados llevan desde enero levantando pesas para competir con el resto de la población.)
En el trabajo empieza el desfile de tuppers “light”.
Menús tristes que prometen quitarte kilos a base de renuncias: nada de bollería, ni pan, ni azúcar… Comer como si tuvieras una analítica sorpresa cada día.
Porque claro, eso es lo que entendemos por “dieta”: decirle adiós a todo lo que te hace feliz por dentro.
Pero no es tan simple. Que si proteína, que si carbohidrato, que si vegetales…
Y tú, que haces tu fajita con pollo y lechuga (muy Pinterest todo), por la tarde un bizcochito “healthy” con harina de avena, y por la noche patata cocida con carne.
Todo saludable, sí, pero a nivel pérdida de peso: ni fu ni fa.
Como lavarte los dientes comiendo galletas.
Y si encima desayunas pan… ¡consigues un pleno en hidratos!
Yo no soy nutricionista, pero me lo han explicado como si fuera un Tetris: si colocas mal las piezas, te haces un lío y no bajas ni medio kilo.
Y lo peor es que esta historia se repite cada primavera como los villancicos en diciembre: aparecen sin avisar y todo el mundo finge sorpresa.
“¡Este año sí que sí!”
Hasta que llega el cumpleaños, la boda, el tapeo o el día malo.
Porque el mejor momento para empezar una dieta es… nunca. No existe.
Lo ideal sería saber comer todo el año, como quien sabe conducir sin pensar.
Pero eso no lo enseñan ni en el cole, ni en casa. Ni en MasterChef.
Y luego está el temita del cuerpo.
Están quienes quieren gustar, quienes quieren gustarse, y quienes no se soportan ni de espaldas.
Aquí entramos todos: altos, bajos, anchos, estrechos, versión XXL o edición limitada.
Y sí, ahora se habla de aceptación, pero la presión sigue ahí, pegada como etiqueta de rebajas mal quitada.
¿Socialmente hemos mejorado? Depende.
Ya nadie te dice “eso no te lo puedes poner”, pero todos sabemos lo que se siente delante del espejo con una camiseta ajustada y la luz blanca del probador apuntándote como si fueras sospechosa de robar autoestima.
Y aquí llegamos al gimnasio.
Porque milagros, de momento, solo en Lourdes.
Nos empiezan a llover anuncios: apps con clases ilimitadas para hacer en casa —pilates, yoga, fuerza, estiramientos, baile…— por un precio “razonable”.
(Razona tú si te da para pagarlo).
Y luego están los programas trampa: “Empieza gratis, en 4 días cambiamos tu vida”.
Y entre día y día, te mandan correos más pesados que la mochila de un opositor: testimonios con fotos del “antes y después”, menús desinflamatorios que suenan a receta mágica de Hogwarts, y promesas de que en 72 horas tendrás el cuerpo de Beyoncé.
El día 5, sorpresa: “Únete a mi comunidad”.
Miles de personas felices y tú pensando: “¿y mi sueldo también se une?”
Porque miras el precio: 300€ al mes.
¿Perdón? ¿Te dan el cuerpo y también el alma nueva?
Sí, hay opciones más baratas: programas genéricos por 20 o 30€, con menú y ejercicio incluido.
Pero son como las tallas únicas: no le sirven a todo el mundo.
¿Y si te hincha el brócoli?
¿Y si tienes intolerancia al gluten, al éxito o al esfuerzo?
¿Y si tu cuerpo dice “no” aunque tú digas “sí”?
Ir a un nutricionista real tampoco es barato: 50€ cada 15 días si hay suerte.
Y eso sin contar que luego tienes que comprar lo que te manda: salmón, aguacates, carne de ternera…
Un menú digno de restaurante con estrella Michelin, pero tú con presupuesto de lata de atún.
Y claro, llega la frustración.
Entonces miras al gimnasio de toda la vida.
Preguntas.
El más barato: 40€ al mes + matrícula.
Tiene seis clases al día, sí. Pero si trabajas, a elegir: o vas por la mañana zombificada, o por la tarde arrastrando el alma.
Y si no te gusta ninguna clase, pues a las máquinas, como toda la vida.
La cinta, la elíptica, y tú con más cara de castigo que de motivación.
Y cuando ya te resignas… ¡PUM!
Publicidad de gimnasio “premium”, con luz ambiental, música de spa y entrenadores que parecen salidos de una serie de Netflix.
Dices: “voy a mirar, por curiosidad”.
20€, piensas. Bien.
Hasta que descubres que es 20€ por clase.
Cuatro al mes = 80€.
Y ya te sale más a cuenta el pase completo de 100€ al mes.
Pero claro… ¿y quién puede soltar 100€ así, como si nada?
Yo no sé vosotros, pero la vida se nos va como el agua caliente en la ducha cuando ya te has enjabonado.
Hace tiempo que se nos fue.
Ahora la pobreza también madruga, se ducha, y va a trabajar.
Ser pobre ya no es no tener casa.
Es trabajar todo el mes y aún así no llegar.
Es contar las comidas, eliminar caprichos, pensar dos veces si te puedes permitir sudar en una clase de spinning.
Y eso, sinceramente, es una puta locura.
La operación bikini ya no es cuestión de voluntad.
Es casi un lujo.
Una membresía VIP para quien pueda pagársela.
Y para el resto… nos queda cerrar la boca y rezar por no desmayarnos por ahí.
Eso sí: delgaditas, porque pobres seguiremos siendo.
0 Comentarios
¿Tienes algo que decir? ¡Recuerda! siempre con respeto