Soy de buen comer. Me gusta probar casi todo. Me dejo llevar por el antojo, el olor, la novedad. Pero si tengo que elegir —y eso ya me cuesta— me quedo con desayunar fuera.
No sé si es porque es la primera comida del día, o porque me pilla aún medio dormida, cuando todo está más suave, más lento, más amable. Pero hay algo en ese momento que me encanta.
Hay quien lo ve innecesario… y también estamos quienes sentimos que ese primer café en otro sitio es un pequeño homenaje al día. Bien por todos.
Hace poco descubrí una cafetería con encanto.
No vengo a criticar (bueno, solo un poquito). El estilo es… raro pero interesante. Una mezcla entre clásico elegante y urbano callejero. Molduras en el techo, zócalos de madera, paredes con falso estuco… y de pronto: grafitis hechos con plantillas y pintura negra en spray, bien visibles, como si quisieran gritar algo en voz baja.
Los carteles del menú están pegados con celo en la pared, como improvisados. Si los enmarcas, cambian. Pero bueno, lo importante no es eso.
Lo importante es lo que entra por los ojos... y luego va al estómago.
Y en eso, va muy bien la cosa.
Limpieza: de diez. Para mí, eso ya marca la diferencia. Suelos impecables, mesas relucientes, baños cuidados. Así, sí.
La carta de desayunos es amplia y variada.
Desde pavo con aguacate, salmón con queso de untar, catalana, tortilla francesa, sobrasada, carne mechada… hasta panes artesanos: integral, de semillas, centeno, mollete...
El que no desayuna aquí es porque se alimenta del aire.
Y entonces llega el momento estrella: el café.
Ese primer sorbo que te alinea por dentro.
Aquí lo hacen bien. Caliente, con sabor, con cuerpo. El café que te despierta pero también te abraza. Y sí, tienen leche sin lactosa (que ya debería ser lo normal).
Te lo sirven en tazas grandes, de esas con dibujitos que podrías tener en casa y que te hacen sonreír sin querer. También tienen el típico vaso alto de cristal —yo no soy fan, pero reconozco que mantiene el calor perfectamente—.
Y ahí estás tú. Sentada en tu mesa, con la luz de la mañana entrando por la cristalera. No te da directamente en la cara (a menos que estés en la terraza), pero ilumina el momento.
Te sirven tu café, tu pan… y todo encaja.
Es un chute de felicidad, cafeína y vitamina D —siempre que haya sol, y por suerte, aquí casi nunca falta—.
Y si además lo compartes en buena compañía, te llevas el combo completo.
Sales de allí con otro ánimo. Entras al trabajo con una sensación distinta, como si ya hubieras ganado algo sin darte cuenta.
Que vengan tormentas si quieren: tú ya llevas el sol por dentro.
¿Y tú? ¿Eres de los que disfruta desayunar fuera?
Porque a veces, el mejor momento del día empieza en una mesa limpia, con café caliente y pan crujiente.
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