Agosto: Una Feria, un Hasta Pronto con Nostalgia 💃

Hay otras fiestas, sí, pero esta… esta es la más esperada. Porque seamos sinceros: las fiestas donde se come y se bebe siempre juegan en primera división. Y todo arranca con el pescaíto. Ese momento glorioso en el que tu hermandad te envía el ticket para un plato gratis en la caseta… pero claro, si te juntas con amigos, la cosa se multiplica: aquello ya no es un platito, es como un acuario frito servido en bandeja. A comer se ha dicho. Y ojo: la feria ni ha empezado oficialmente, es solo la noche del pescaíto.

¿Y qué pasa esa primera noche, ese primer contacto con la feria? Pues que todo son risas. Jejeje, jajajaja… de pronto te ves contenta, graciosa y con un arte que ni tú sabías que tenías. No quieres recogerte, porque la feria es como Netflix: siempre hay otro capítulo más. Te cruzas con amigos que no ves desde la feria pasada, con los famosos “conejeros” (los que aparecen solo en estos días, y al acabar, desaparecen), y con el típico que conoce a uno, que conoce a otro, y acabas en una conversación que parece un árbol genealógico.

Mientras tanto, se empieza con rebujito, fresquito, inocente… y se acaba con cubatas que salen por las orejas. Bueno, o “copas”, para quien no entienda lo de cubata. Porque aquí la medida es simple: lo mismo que entra, sale… pero por las anécdotas del día siguiente.

Cuatro días a tope: un día quedas con tu familia, otro con tus amigos, otro con los de tu hermandad… y el último te enganchas con cualquiera que se cruce en tu camino. Así es aquí. Cuatro días de intenso sufrimiento. Y créeme: sufre tu cuerpo, tu cartera y tu cabeza, que se despierta al día siguiente preguntando cuánto gastaste o dónde demonios perdiste el efectivo que llevabas. Una ruina, sí, pero un ritmo frenético y emocionante: sales por la puerta de tu casa y ya estás en otra dimensión. Te calientas, y al final acabas dándolo todo.

¿Dónde? En la caseta oficial, en esa explanada, junto a la orquesta. Y ojo, porque lo mismo te crees que estás en un concierto de Estopa,  en un tributo de Queen, de reguetón antiguo… o en el patio de un cole. Sí, porque este año he visto más niños que nunca bailando al ritmo de La Vaca Lola o “Soy una taza, una tetera…”. Una feria todoterreno.

Y hablemos claro: en la feria hay cuatro sectores. Los niños, incansables, con churro en mano. Los mayores, defensores del pasodoble y la copla. Los adultos-jóvenes, que somos ese punto medio en el que queremos bailar, beber, comer y, sobre todo, sobrevivir. Y los jóvenes-adolescentes… de esos ni hablamos: no se cansan, no cuentan nada y siempre van en manada.

Eso sí, cada vez somos más los que tiramos de estrategia: dos días a tope y los otros dos de descanso… o incluso escapadita a la playa. Porque mantener el ritmo desde la comida de las tres de la tarde hasta el cierre de la caseta oficial a las seis de la mañana… es una misión casi imposible.

Entre tanto, el dinero se escapa como agua en un cesto. Vas a comer y ¡zas!, invitas a un amigo. Luego aparece fulanito y te pide una copilla. Y tranquilo, que también lo hacen contigo, pero la suma final es siempre la misma: dinero y dignidad gastados a partes iguales. Hay horas de la feria en las que ya no sabes ni con quién has hablado, si te has reído, llorado, o qué secretos has confesado. Menos mal que al día siguiente nadie se acuerda, porque ambos ibais igual de “tomados”.

Los pies… ese es otro cantar. En especial los de las chicas. El primer día vas divina con tus tacones o cuñas; al segundo, tus pies parecen los de la cerdita Peggy después de correr una maratón. Y ni ibuprofenos en roll-on, ni masajes, ni magia negra te salvan. Eso sí, que no se rían los hombres, que ellos también acaban arrastrando los pies como si hubieran bailado con Michael Jackson toda la noche.

Y ahora sí: el traje de flamenca. Incómodo, claro que sí. Pero estiliza como ningún otro invento humano. Hasta un culillo plano se convierte en monumento nacional digno de admirar. Es pura magia de feria. Bajo 42 grados a la sombra, tú ahí: brillando, sudando y sobreviviendo. A la hora de comer, preferimos estar de pie; porque sí, sentarse podemos, pero… ¿quién te levanta después? Y ni hablar de lo que cuesta cuando ya te has hinchado.

La alternativa: los trajes de lycra. Cómodos, funcionales, hasta para saltar a la comba. Pero seamos honestas: no hacen tipazo. La magia del traje de flamenca está en brillar, sufrir y sobrevivir. Llevo tiempo sin usarlo, pero lo he vivido así y lo recuerdo con cariño. Y sé que pronto volveré al riesgo, a esa magia que hace de la feria un escenario.

Y entonces… fuego amarillo, fuego azul… llega el final. Pasa la feria y, casi como un conjuro, llega el frío. Siempre aparece con ganas, como si quisiera recordarnos que lo bueno ya terminó. Este año no sé si será igual, porque el calor parece empeñado en quedarse, pero la sensación es la misma de siempre: cuando se acaba la feria, parece que se acaba el mundo.

Hasta el próximo agosto.
Hasta la próxima feria.
Hasta ese próximo “hasta pronto con nostalgia”.

PD: dedicado a todos aquellos con los que crucé unas palabritas, unas risitas, o un brindis improvisado en esta feria… y, por supuesto, a mis fieles seguidores. 😂




Publicar un comentario

0 Comentarios