El final del verano siempre llega con esa mezcla de nostalgia, rutina y pequeños dramas cotidianos. Da igual si lo vives como un cambio de estación, como el inicio de un nuevo año en septiembre o como el momento de despedirse de las vacaciones y volver a la vida real: todos tenemos un ritual para asumirlo. Series, planes, cafés calientes y hasta los temidos vaqueros forman parte de este nuevo capítulo que comienza.
Ladies and gentlemen… ha llegado ese momento. El verano se nos muere entre las manos, y toca hablar de ello.
Hay un momento exacto en el que sabes que el verano se ha acabado. No lo marca el calendario ni la vuelta al cole (que también), sino esa primera brisa mañanera que te obliga a buscar la chaqueta que juraste no volver a usar hasta octubre. Ahí está: el final del verano. Ayer mismo sentí esa brisa.
El final del verano es como ese crush de vacaciones: intenso, brillante, lleno de promesas… y con fecha de caducidad (felicidades a los que lo habéis sentido, yo no sé lo que es eso… o no lo recuerdo, por algo será).
Oye, pero si aún eres joven-joven, estás a tiempo de vivirlo. Y si no, que le pregunten a Conrad y Belly Conklin, los protagonistas de El verano en que me enamoré, la serie de Amazon Prime que ha tenido a medio mundo suspirando todo el verano… o más bien parte de agosto y septiembre, ¡casi finalizando el verano! Jejeje. No sé si por la trama romántica o más bien por echar los últimos días de verano viendo algo antes de que nos devore la rutina.
Nos despedimos de las tardes eternas de terraza. Porque sí, me encanta ir de vinos y tapas, pero necesito parar un poco. No puedo estar así: día sí, día también, y el finde más todavía. Mi cuerpo me grita en silencio: “regula tu microbiota, por favor”.
Y entonces decimos: no pasa nada, termina verano, entra otoño y optamos por el café calentito, ese que reconforta más que un abrazo; las series que esperaban en la lista infinita; y la excusa perfecta para decir “no salgo, que llueve”. Lo malo es que luego también decimos: “¿quedamos para un café?” y claro… al final es un café, te lías, y otra vez bares. (Punto y aparte. Sigamos).
El final del verano nos recuerda que no podemos vivir siempre en agosto, pero sí podemos guardarnos un trozo de sol en el bolsillo para sacarlo cuando la rutina se ponga gris (sí, ya lo sé: frase peliculera). Porque al fin y al cabo, septiembre no es el fin: es un principio disfrazado de despedida. Para muchos, de hecho, es el auténtico inicio de año.
¿Nochevieja? Bah, ahí solo hay alcohol y besos más falsos que los de Judas. El verdadero Año Nuevo es septiembre: la gente vuelve al gimnasio, empieza dietas (esa pesadilla interminable que casi nadie mantiene… y es que, joder, ¡salir de tapas es de los mejores planes que existen! Mantiene tu estómago feliz, tu corazón contento y tu cerebro agradecido).
Pero, por favor, no me desvío del tema… continuo: los niños arrancan con extraescolares, los abuelos pendientes de ellos, ¡y sin obligación de dar besos!
Pero lo que más me molesta y me jode, porque jode, y es lo que de verdad me hace ver que el verano ha muerto, es: tener que volver a los vaqueros. ¡PUM! Dios mío, ¿por qué? Eso es una maldición. Intentar meterte en unos vaqueros después de tres meses es agotador, humillante, dan ganas de llorar y de mandar todo a paseo.
Y qué decir de los pies: pasar de la sandalia o chanclas al zapato cerrado es una tragedia. Vale, empezamos por las deportivas (menos mal), pero luego llegan las botas. Y ahí sí: tus pies no están preparados. Es un cambio drástico, cruel, como si te encadenaran al invierno de golpe.
Pero luego piensas: “joder, todo el verano me quejé del calor… y ahora no quiero que se acabe”. Y lo cierto es que los últimos días de verano tienen su encanto: el sol ya no abrasa, se puede tomar en la piscina con calma, disfrutando de la vitamina D sin tanto miedo, la playa está más tranquila y la brisa mañanera te invita a desayunar despacio en el patio o la terraza, sin prisas.
Y tú, ¿qué opinas? ¿Querías que el verano se acabara ya, o estabas deseando volver a meterte en los vaqueros?
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